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La Vida y la Montaña

Los que me conocen saben que una de las cosas que más disfruto hacer en la vida es subir montañas. Me encanta estar en contacto con la naturaleza, escuchar mi cuerpo, silenciar mi mente y ponerlos a prueba para expandir poco a poco mis límites.

El verano pasado tuve la oportunidad de hacer una travesía por el parque nacional “Picos de Europa”. Y me resultó inevitable convertir mi viaje en una metáfora de lo que experimentamos en la vida. Permítanme explicarlo de manera más clara: en la montaña, sea cual sea el recorrido, siempre nos encontramos con subidas, bajadas y valles, al igual que en la vida.

Podríamos asociar las subidas con momentos retadores que nos elevan, nos generan felicidad y nos conducen al éxito. Las bajadas podríamos compararlas con los momentos difíciles que nos llevan hacia abajo, generándonos sufrimiento o frustración, y que a veces consideramos fracasos. Luego están los valles, que vendrían siendo los momentos de estabilidad donde sentimos que todo está bien, y donde recargamos nuestra energía y reponemos nuestro ánimo.

Yo, particularmente, disfruto inmensamente las subidas, sufro en las bajadas y celebro los valles. En esta oportunidad y al hacer un recuento de mi viaje con una amiga, me di cuenta de varias reflexiones:

Mientras más entrenada estoy, más disfruto de todo el camino. En las subidas verticales, por más retadoras y empinadas que fueran, me permitieron darme cuenta de que puedo y soy capaz de eso y mucho más. De hecho, las subidas más desafiantes de la ruta me hicieron sudar, aceleraron mi corazón en modo «boom boom», hicieron que mis músculos se tensaran y me obligaron a hidratarme con más frecuencia. Al ver que podía, cada paso se convirtió en una invitación para seguir adelante.

En las bajadas vertiginosas, sentí miedo… mucho miedo. A veces, incluso ese miedo paralizante del cuerpo y la mente. Sin embargo, estar entrenada me permitió enfocarme en las pequeñas cosas que podía controlar: mi respiración, mis pensamientos, dónde colocar mis pies y manos, escuchar a mi guía, ver el camino y no solo el precipicio. Cada pendiente me hacía centrarme en lo importante, en el aquí y ahora. Así, paso a paso y con el miedo como compañero, los músculos tensos y los sentidos alerta, descendimos cada día y llegamos a hermosos valles, felices de haber superado el desafío de la bajada.

En los valles, me di cuenta de lo importantes y necesarios que son esos momentos de celebración y distensión al culminar un descenso. En los valles nos hidratamos, disfrutamos de manjares que alimentan no solo el cuerpo sino también el alma. Y era allí donde compartíamos nuestros pensamientos, sentimientos y anécdotas. Eran momentos en los que construíamos un rompecabezas de percepciones y experiencias, que, aunque ocurrieran en paralelo, eran completamente diferentes para cada uno de nosotros. Las personas con lesiones compartían el calvario que representaba la ruta, las personas mayores hablaban sobre cómo intensificaban su percepción del peligro, las personas más jóvenes conectaban con historias y buscaban soluciones a los problemas de su día a día, y el guía recalculaba la ruta, los tiempos y las paradas según los resultados de cada tramo.

Una amiga me preguntó qué fue lo más difícil y lo que más disfruté. Tras reflexionar, no dudé ni un segundo en responder que lo que más disfruté fueron las subidas, donde más aprendí de mí fue en las bajadas, y lo más difícil para mí fueron las llanuras.

Disfruté de las subidas porque sentía que podía y me sentía capaz. Cada pendiente ponía a prueba mi mente, hubo momentos en que desde abajo mi cabeza pensaba que no llegaría hasta arriba, que sería muy difícil. Sin embargo, al ponernos en marcha, cada paso, por pequeño que fuera, representaba progreso y me reforzaba la idea de que sí podía. Y esta capacidad me impulsaba a desear más. Me di cuenta de que cuando avanzas, el verdadero reto radica en dar el siguiente paso, uno a la vez. Con paso firme, buen ritmo, sin prisas pero con determinación.

Aprendí en las bajadas porque me enfrentaron a mis límites, despertaron miedos que desconocía que me acompañaban. Al mismo tiempo, me permitieron darles voz y escuchar sus consejos para cuidarme. En las bajadas, estaba más enfocada que en cualquier otra parte del camino. Fui cautelosa, cuidé dónde ponía cada paso, cómo apoyaba mis manos y esta precaución me ayudó a minimizar el sufrimiento y el riesgo.

Lo más difícil para mí fueron las llanuras, esas fases en las que parece que todo está en calma, pero en realidad enfrentamos un desafío diferente: la monotonía y la tentación de la complacencia. Aquí, nuestra humanidad se hace más evidente, ya que experimentamos el dolor y el cansancio sin la distracción de las alturas emocionantes o los abismos aterradores. Sin embargo, es en estas llanuras donde también encontramos una valiosa lección: La importancia de mantenernos conectados con nuestro cuerpo, mente y espíritu en cada momento del viaje, incluso cuando la emoción parece ausente.

Así, al reflexionar sobre mi travesía en las montañas, me doy cuenta de que la vida misma es un viaje similar. Cada día, cada experiencia es una oportunidad para ascender hacia nuestros sueños, enfrentar nuestros miedos, celebrar nuestros logros y abrazar nuestra humanidad. Si podemos abrazar todas estas facetas del camino con la misma pasión con la que enfrentamos las subidas, la misma claridad con la que navegamos las bajadas, la misma gratitud que sentimos en los valles y la misma presencia que mantenemos en las llanuras, entonces habremos abrazado verdaderamente la esencia de la vida.

Así que, mientras enfrentamos los desafíos y las alegrías de nuestro propio viaje, recordemos que cada paso cuenta, cada experiencia nos moldea y cada momento nos invita a vivir plenamente. Como las montañas que exploré, somos testigos de nuestra propia grandeza cuando enfrentamos cada parte del camino con coraje, determinación y gratitud.

La vida es una aventura, y cada ascenso y descenso nos lleva hacia una comprensión más profunda de quiénes somos y de lo que somos capaces. ¡Que cada paso que demos en esta travesía sea un recordatorio de nuestra fortaleza y una celebración de nuestra capacidad para conquistar las alturas más desafiantes y abrazar los valles más hermosos!

Si te gustó esta historia también te dejamos otra reflexión del Cuento Wakku del mes para que te inspires con mayor profundidad.

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